“No es el mundo el que cambia, sino cómo lo miramos.”
– Dr. Jorge Carvajal
Vivimos rodeados de estímulos, imágenes, ideas, creencias. Vemos, pero pocas veces realmente miramos. Ver no es lo mismo que comprender.
Todo lo que percibimos pasa primero por los filtros de nuestra mente, por los cristales invisibles de nuestras emociones, experiencias pasadas y condicionamientos. Esos filtros, esas “gafas”, colorean la realidad. Nos hacen creer que vemos el mundo, cuando en realidad lo interpretamos.
Se dice que la belleza está en los ojos de quien la mira. Pero lo mismo podría decirse del dolor, de la pérdida, del amor, de la vida. Todo está mediado por nuestro código de lectura. Es decir, por la forma en que hemos aprendido a mirar.
Es posible una forma de ver que va más allá de la superficie. Porque no estamos hablando sólo de percepción sensorial. No se trata de los ojos físicos, sino de la conciencia con la que observamos.
La realidad, no es solo lo que aparece ante nosotros. Es también lo que significa para nosotros. Y para ver el significado, necesitamos aprender a leer más allá de lo evidente. A interpretar los símbolos. Porque todo es símbolo de otra cosa: una apariencia que encierra una cualidad, un color, una esencia.
El “para qué” revela el propósito, y con él, la posibilidad de conectar con lo sagrado de cada cosa. Ese código de lectura que cada uno lleva dentro se forma con el tiempo: la cultura, la historia personal, la educación, las heridas, los afectos. Con ese código leemos todo lo que nos ocurre. Y de esa lectura depende la experiencia que vivimos.
Un mismo objeto –como un bisturí o un láser– puede servir para sanar o para dañar. Depende del uso que se le dé, del sentido que se le otorgue. Lo mismo sucede con las palabras, con los encuentros, con las circunstancias. Nada es neutro. Todo cobra un significado según quién lo mira, desde dónde lo mira, y para qué lo mira.
Por eso, dos personas frente al mismo hecho pueden tener vivencias completamente distintas. Uno puede sentirse destruido; otro, inspirado. No es el hecho en sí el que define la experiencia, sino el observador.
Aquí aparece un concepto central: la postura del observador. Si cambiamos esa postura, si cambiamos el lugar interno desde donde miramos, cambiamos también lo que vemos.
Desde el alma, desde el centro, podemos mirar el mundo como un todo. Integrar sus distintas capas: lo material, lo emocional, lo mental, lo espiritual. Ver el rostro de alguien y también su historia. Ver un gesto y también su intención. Ver el momento, pero también el contexto.
Pero para eso hay que encontrar la distancia justa. Ni tan cerca que nos ceguemos, ni tan lejos que perdamos la conexión. La distancia justa es la que nos permite comprender la totalidad de lo que estamos mirando. Es el camino del medio, el sendero del corazón.
Ver desde el alma no significa idealizar. Significa recuperar la capacidad de ver lo real, no solo lo aparente. Comprender que lo que percibimos está teñido por nuestras emociones, y que si esas emociones están oscuras, el mundo también se oscurece ante nuestros ojos.
Por eso, una clave fundamental para ver con claridad es la transparencia interior.
Cuando somos transparentes, no deformamos lo que vemos. No proyectamos nuestras sombras. No juzgamos a partir del miedo o del deseo. Simplemente, vemos. Y al ver, comprendemos.
Detengámonos, leamos la vida como se lee un buen libro: con pausas, con puntos y comas, con capítulos que se integran en una totalidad. Porque vivir no es acumular experiencias ni conocimientos, sino asimilar lo que vivimos. Convertir la información en sabiduría.
Y eso solo es posible cuando hay presencia. Cuando nos implicamos de verdad en lo que estamos haciendo. Cuando comemos con conciencia, cuando escuchamos sin prisa, cuando sentimos sin huir. En esas pausas, en esa atención plena, se revela la verdadera enseñanza de la vida.
Quitarnos las gafas con las que miramos la vida no es un esfuerzo racional. No es una tarea de voluntad ni una meta que alcanzar. Es un regreso. Un volver a nosotros. A ese centro desde el cual podemos ver con claridad.
Y curiosamente, ese proceso no es lineal. No es que primero tengamos que ser coherentes para luego ser alegres, o primero sabios para luego encontrar el sentido. Todo ocurre simultáneamente. La alegría favorece la claridad. La claridad favorece el encuentro con uno mismo. Ese encuentro despierta el corazón, y el corazón ilumina la visión.
Así, el camino se convierte en un círculo virtuoso donde la sabiduría no es un objetivo, sino un estado natural que emerge cuando nos quitamos los filtros y vemos el mundo tal como es.
¿Y cómo comenzar a mirar con otros ojos?
La propuesta es simple y profunda: no hagas tanto, no pienses tanto, no acumules tanto. En lugar de eso, implícate. Detente. Observa. Siente. Mastica lo que vives. Permite que cada experiencia te hable, te toque, te enseñe.
La vida no es algo que pasa fuera. Es algo que se revela dentro. Y sólo si estamos presentes, atentos, despiertos, podemos escuchar ese lenguaje sutil.
El mundo no es ni claro ni oscuro. Es del color con el que lo miramos. Y ese color es interior. Si lo que ves es confuso, si todo parece sombrío, no mires hacia fuera. Mira hacia dentro.
Porque el cambio no está en las cosas, sino en el observador. En ti.
Y si logras volver a ti mismo, al alma que observa sin juicio, sin prisa, sin miedo, entonces el mundo se revelará con toda su belleza, su profundidad y su sentido.
Dr. Jorge Carvajal