Fui el segundo de diez hermanos. Hijo de dos críos que apenas rozaban los 20 años, pobres, ricos en sueños y dificultades, provenientes del mundo rural y tratando de sobrevivir en la ranchería periférica de una gran ciudad.
Nací muerto, mucho después de la fecha calculada. Me revivieron a palmadas y ya tal vez con la primera respiración empecé a experimentar el milagro del aire y la experiencia indecible de la luz, la leche materna y la magia intangible del amor que lo permea todo.
Y fui creciendo. Poco en estatura, si, pero aceleradamente de la mano de una insaciable curiosidad. La noche, el cielo estrellado, el canto de las ranas, las pequeñas hormigas blancas que se saludaban en su camino a la dulzura de un pegote dulce en el suelo. El olor del delantal de mamá con su aroma de cebolla y papa fresca, los gritos de un vecino ebrio, la gente corriendo, el atrio de la iglesia, las empanadas de maíz y aire. La primera televisión, el cine, las revistas, las cosechas del árbol de naranjas, los globos, las navidades, la pólvora, esta indecible sensación única de ser yo y disolverme en otros como si la piel no nos separara.
Fue una infancia de carencias y por ello de una inconcebible abundancia.
Caminar kilómetros a la escuela, con la alegría infinita que disipa todo esbozo de fatiga. Sentir la caricia y la quemadura del sol, el abrazo de la lluvia, el diluvio del aguacero y el golpe del granizo. Navegar por los charcos del camino de ida o de regreso.
La magia de caminar, no separada de la de ser. Borbotones de alegría y de pasión por la vida, en medio de los horrores de la pobreza que se asomaba por las casas, las calles, las caras y miradas de la gente. Nunca comprendí la razón de la tristeza cuando el viento nos traía día a día promesas de frescura en la distancia. Así fue pasando una infancia que nunca acaba de pasar.
A mis 75 años no se me ha ido la magia de esa intensa curiosidad que me llevó a reconocer un mundo nuevo cada día. Adentro.
Jorge Carvajal Posada