Nada más etéreo, inespecífico y encasillado como la palabra amor, pero nada más sanador como su verdadera expresión en nosotros. De la forma en que creamos conseguir el amor en nuestros padres o nuestros más cercanos cuidadores, partirán las creencias que fundamenten nuestras interpretaciones de los hechos cotidianos y nuestra modalidad de afrontamiento por el resto de nuestras vidas. Así nuestro devenir transcurre en una eterna búsqueda de ese amor primigenio, que alguna vez creímos incompleto, y que creemos será saciado en el tener, en el poder, en el sexo, en el saber.
Y si supiéramos que ese amor ha estado con nosotros siempre, que no tenemos que ir a ningún lado a buscarlo, que estaba más cerca de lo que creíamos: en nuestro propio corazón, y si pudiéramos reconocerlo en los ojos del niño que encontramos a nuestro paso, en la flor que despliega sus colores y aromas para nosotros, en el sabio, y en el que sufre. Si pudiéramos traerlos a todos al corazón y experimentar la dicha de ser en cada uno de ellos, convertirnos en el olor, el sabor, la lágrima, el canto, y al incluirlos en el corazón emitir esa sensación de gozo divino que nos da la unidad, ya no necesitaríamos más medicamentos para el dolor, la inflamación, el cáncer o la depresión, ya no tendríamos que ir tras la molécula salvadora porque la única molécula que necesitamos está y ha estado siempre en nuestro interior.
Podríamos comprender desde el corazón que el amor de nuestros padres nos fue de sobra entregado a través del milagro de la vida, que sólo a través de la manifestación de un infinito amor, que permitió la expresión de la vida en la unión de dos células, es posible nuestra existencia, y que esos seres, a través de los cuales esta presencia se ha dado, han hecho lo mejor que han sabido hacer y nos han permitido tener las experiencias necesarias, para llegar al mayor y más profundo aprendizaje de todos, aquel que en ninguna biblioteca se podrá encontrar: que detrás de todos y de todo hubo siempre un propósito de amor.